En vida, hermano.
La mordida fue rápida, pero el dolor… se quedó por días.
Un zorro joven fue mordido por una serpiente mientras intentaba proteger a su grupo.
Volvió herido, temblando, con la pata arrastrándose y fiebre en los ojos.
Pero su manada, en vez de cuidarlo… lo rechazó.
—No queremos contagiarnos —dijeron.
—Es mejor que se vaya —murmuraron otros.
Así que el zorro se alejó, solo, confundido… no por la mordida, sino por el abandono.
Le dolió más el desprecio que el veneno.
Se refugió en una cueva lejana, donde cada noche temblaba de frío y soledad.
Con el tiempo, perdió la pata.
Apenas comía.
Apenas dormía.
Un cuervo, que solía visitarlo, regresó a la manada y dijo:
—Aquel zorro sigue vivo. Pero necesita ayuda. No puede cazar. Está débil. Y solo.
Todos lo escucharon.
Y todos se excusaron.
—Estoy ocupado buscando comida…
—Tengo que cuidar a mis crías…
—No tengo tiempo para ir tan lejos…
El cuervo volvió con las alas vacías.
Pasaron semanas.
Hasta que un día, el cuervo regresó con la noticia que nadie quería escuchar:
—El zorro ha muerto.
Silencio.
Todos se detuvieron.
Los que cazaban dejaron de correr.
Los que dormían se despertaron con culpa.
Los que criaban, se quedaron mirando al suelo.
Y entonces sí… todos salieron corriendo hacia la cueva.
Llorando.
Gritando su nombre.
Lamentando no haber ido antes.
Pero cuando llegaron, ya no había zorro.
Solo una nota escrita con garra temblorosa, que decía:
“A veces, cuando estás vivo, nadie cruza la calle para ayudarte…
pero cuando mueres, cruzan montañas para llorarte.
La mayoría de las lágrimas en un entierro… no son de amor.
Son de culpa.”
-Susana Rangel
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